La Argentina tiene una extensa y variada
tradición migratoria externa. Desde fines del siglo XIX y hasta mediados del
siglo XX, las migraciones de origen europeo, preferentemente españoles e
italianos y en menor medida polacos, alemanes, ingleses, entre otros orígenes,
llegaron a nuestras costas y se radicaron, mayoritariamente, en el Área
Metropolitana de Buenos Aires.
Durante todo el siglo XX y lo que va del XXI
cruzaron nuestras fronteras personas de origen paraguayo, boliviano, chileno,
uruguayo, peruano y de otros orígenes latinoamericanos. En diferentes momentos
dentro de los últimos setenta años llegaron personas de origen asiático
(japoneses, coreanos, chinos) y en menor medida durante el siglo pasado, pero
algo más intensamente en estos últimos quince años, están llegando personas de
origen africano, mayoritariamente de la región subsahariana.
Esta
diversidad que está en nuestras bases, en nuestros cimientos, atraviesa a la
mayoría de nuestras familias, pero no siempre la reconocemos y aceptamos como
parte de nuestra identidad como pueblo. Es frecuente que nuestras relaciones
sociales con los migrantes externos se constituyan en relaciones desiguales,
con cierto carácter conflictivo.
Cuando en 1976 se produce el golpe de Estado, se
implanta fuertemente una nueva estrategia de desarrollo basada en la apertura y
liberalización de la economía. Esta fue acompañada por políticas migratorias
que consideraban a las migraciones latinoamericanas como un “problema”
poblacional que debía resolverse mediante el control policial y la prohibición
del trabajo remunerado. La Ley General de Migraciones y Fomento de la
Inmigración, sancionada por la dictadura militar en 1981, prohibía expresamente
a todo extranjero indocumentado desarrollar actividades remuneradas obstaculizando,
asimismo, el acceso a los servicios de salud y educación (medios y superiores).
Durante la década de los noventa se intensifica
la figura de la “inmigración latinoamericana y limítrofe” como un “problema
social”. Se la define en términos de “amenaza”, y se constituye así una
“retórica de la exclusión”, que tendrá marcadas consecuencias en la vida
cotidiana de los inmigrantes.
Desde determinados ámbitos del Estado –el Poder
Ejecutivo, principalmente– se asociaron los problemas sociales y económicos del
país a la inmigración, y se la responsabilizó de los efectos de las reformas
económicas implementadas en la Argentina bajo el paradigma neoliberal. Se los
interpelaba básicamente como una amenaza a la sanidad, al empleo y al orden
público: en sus declaraciones, (re)producidas por los medios de comunicación,
altos funcionarios adjudicaban el cólera, el desempleo y la delincuencia a los
“inmigrantes limítrofes”, mientras que las causas estructurales de la crisis
económica y social eran desestimadas en gran parte del debate público.
Esta
construcción social y política del inmigrante como “amenaza” contribuyó a
legitimar las políticas restrictivas y las prácticas de carácter persecutorio y
represivo que se centraron particularmente en los “ilegales”.
Históricamente los inmigrantes limítrofes han
tenido una inserción marginal en el mercado de trabajo argentino, que ha sido
funcional a la demanda de empleos de baja calificación, especialmente en el
sector informal (la construcción, las pequeñas industrias y el servicio
doméstico).
La nueva ley sancionada por el Congreso
nacional
en diciembre de 2003 representa un cambio categórico en la política
migratoria y un logro histórico; así como la recepción
de principios vigentes
en el contexto internacional y la transformación del paradigma que sustentaba
la política de la “seguridad nacional” como valor a proteger ante la amenaza
potencial de los extranjeros al reconocimiento del derecho humano a migrar.
Si bien la construcción de un orden internacional
globalizado conlleva un proceso de desnacionalización de las políticas
nacionales, el proceso migratorio internacional resulta un área conflictiva en
la que los Estados renacionalizan sus políticas aferrándose a su derecho de
controlar fronteras.
El caso argentino resulta paradigmático, pues
mientras otros países receptores –centrales– profundizan políticas migratorias
restrictivas y en algunos casos descuidan principios sobre derechos humanos, la
experiencia en la Argentina resulta inversa al formularse una política que
considera la migración como un derecho fundamental.
A partir de la traumática experiencia colectiva
del 2001, la Argentina pudo idear una política alternativa que rompió con la
ideología colonial dominante gracias a su rica historia política, cultural y
social construida en relación con los migrantes que fue recibiendo desde
mediados del siglo XIX, y a su inserción en el proceso de integración regional.
No obstante, a pesar de que los cambios citados
han avanzado en relación con la protección y respeto de los derechos de los
migrantes, estudios puntuales nos revelan que los inmigrantes en la Argentina
son discriminados y explotados; en muchos casos perseguidos y maltratados.